Adolecentes, vivir en un tiempo de domesticación

Hace ya algún tiempo el bosque me ofreció un regalo del tipo que no puede ser fácilmente rechazado: guiar un baño de bosque para un grupo especifico de adolescentes. Estos eran jóvenes que, como tantos otros, se encuentran en riesgo de exclusión social. Los adultos los describen como rebeldes y desafiantes. Dicen que no prestan atención. Críticas que tienen sus raíces en los valores culturales de las sociedades modernas, sociedades en las que la desigualdad y la falta de igualdad de oportunidades son aceptadas como normales.

Los adolescentes eran educados, divertidos y con ganas de divertirse. El grupo, al igual que cualquier otro grupo de adolescentes, estaba abierto a las experiencias, aunque en algunos momentos mostraron falta de concentración. ¿Son los desafíos que ellos representan el resultado de alguna carencia? ¿o son naturales, incluso saludables, como respuesta a los mecanismos de control de la sociedad en la que viven?

Partiendo de las premisas anteriores, quería asegurarme de crear un espacio fuera de las normas y de los dogmas. Sin tareas a realizar ni horarios que cumplir. El objetivo fue crear un ambiente en el que los adolescentes pudieran divertirse. Un espacio en el que poder expresarse con libertad, ser ellos mismos, permitirse ser vulnerables y mostrar su lado más salvaje, su lado indómito.

Dando por sentado que cada uno de ellos cuenta con la capacidad de afrontar sus propios problemas y mantenerse en pie por sí mismo. Una vez creado este entorno, asumí que los adolescentes debían modelar a su libre voluntad. Abrí verdaderamente todas las posibilidades.

Un aspecto fundamental a comprender es que los adolescentes tienen almas salvajes que viven en un tiempo domesticado. Como guías, ni somos parte del proceso de socialización ni parte del sistema educativo. Por lo tanto, no tenemos que transmitir un sistema previamente establecido de significados y de símbolos que utilicen para definir su mundo y menos aún para guiar sus comportamientos y percepciones durante toda su vida.

Al final, necesitaba más que nunca ser estrictamente un guía, alguien que a través de una serie de sugerencias tiene que sujetar un espacio para que puedan despertar los sentidos. El objetivo era que el grupo acabara guiándome.

Y así fue, los chicos a lo largo del paseo crearon un espacio para compartir experiencias, amistades y risas. Estos espacios de conversación propiciaron conectar con cada uno de los presentes, su efecto reparador permitió que las experiencias se asentaran y fueran consolidándose. A través de este proceso, los adolescentes incorporaron los cambios que experimentaron, transcendiendo sus hábitos y su mundo reglado, y quizás dándose la oportunidad de encontrar nuevos y más auténticos modos de autorregularse en el mundo que les rodea.

Esa mañana de hace tres o cuatro años una pregunta surgió ¿Y los adultos, vivimos también en un tiempo de domesticación?

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